jueves, 11 de octubre de 2012

Las Obras de mi Vida (III): Liebesliederwalzer


Tercera entrega sobre aquellas obras que no debéis perderos

Tengo que reconocer que durante los tiempos de mi formación musical nunca me sentí especialmente atraído por el género vocal. Ni las piezas para cantantes solistas ni la ópera conseguían captar mi atención del modo que lo hacían las obras instrumentales. No es que me pareciesen inferiores, es que no me atrapaban, hecho al que nunca concedí demasiada importancia. Sólo los coros, con toda su magnificencia, se libraban de este desinterés por mi parte.
El paso del tiempo, por desgracia, no ha modificado sustancialmente esto. Casi siempre que he de elegir entre varias grabaciones que puedo escuchar acabo optando por aquellas sin presencia de voz. Pura manía personal. Creo que dejarse penetrar por los sonidos de la voz humana y por las formas melódicas propias del canto lírico más puro requiere una madurez perceptiva que quizás aún no haya adquirido. Todo ello a pesar de que poco a poco continúo dejándome seducir por las arias de ópera y ya he caído entregado ante más de un lied.


Johannes Brahms, protagonista de esta tercera entrega

Por todo esto que acabo de referir resulta aún más llamativo que los cuadernos Liebesliederwalzer y Neueliebesliederwalzer, compuestos ambos por Johannes Brahms, me pareciesen algo de otro planeta desde la primera vez que los escuché en el Museo de Santa Cruz de Toledo, creo recordar que en 2002, en un concierto enmarcado dentro del Festival Internacional de Música de la ciudad. Era uno de los conciertos a priori menores en la programación del Festival. De pequeña escala, en día laboral y de precio barato, de esos a los que acudía únicamente el público eventualmente desocupado o musicalmente más interesado. Yo acudí sin expectativas, deseando sólo conocer obras nuevas y disfrutar de una agradable velada musical. Hoy todavía lo recuerdo como uno de los conciertos que más me han sorprendido, llenado, embriagado. No es para menos, estos valses-canciones de amor son de lo más excepcional que se ha compuesto.


"El vals", según un grabado de 1860

En primer lugar, su morfología es muy particular. Para interpretarlos hace falta un representante de cada uno de los cuatro principales timbres vocales (soprano, contralto, tenor y bajo) y dos pianistas, que tocarán a cuatro manos. Esta clase de instrumentaciones inusuales pueden derivar en simples caprichos experimentales sin mayor interés o, por el contrario, en paletas sonoras altamente atractivas. Llevarlas a efecto, al tener que reunir a los intérpretes requeridos, hace que no suela ser corriente encontrarlas en programas de conciertos. Las grabaciones, por lo general, tampoco abundan. Esto confiere un carácter aún más especial a estas obras, nos permite apropiarnos personalmente de ellas como un tesoro recóndito que quiere y debe ser transmitido a otros con la misma intimidad con la que tú participas de él.


Liebesliederwalzer op.52, primer conjunto de valses

Las piezas que integran Liebesliederwalzer y su continuación son miniaturas en ritmo ternario (de vals), de no más de dos minutos de duración, que se van sucediendo conectadas entre sí en alternancia de tempos rápidos y lentos, así como dinámicas fortes y pianissimos. Sus textos están tomados de compilaciones de poemas y tonadas a cargo de Georg Friedrich Daumer, aunque Brahms reservó a Goethe el privilegio de poner letra al último de los valses. En la mejor tradición del lieder romántico, estos textos cantan al amor tal y como se entendía en el S.XIX, pero son un mero soporte para lo que verdaderamente importa aquí: la música.
Brahms, compositor que desarrollaba con frecuencia pasajes de extrema complejidad armónica (y subsiguiente belleza) , no hace aquí intrincadas progresiones formales, apuesta por la simplicidad. Pero una simplicidad externa y aparente, ya que se encarga de ornamentar profusamente su interior. Brahms aprovecha la amplitud de registros que le concede contar las voces que conforman un coro completo y dos pianistas para dotar a su obra de la robustez que le caracteriza. Así, el campo sonoro que abarcan estos valses es amplio y de una compacidad perfecta. Esta compacidad podría resultar fría si no estuviese integrada por melodías del más afinado refinamiento, algo que al compositor no se le escapa. De esta forma, nos vemos atraídos por un cuerpo melódico de radiante belleza y aspecto ligero. Al explorar ese cuerpo descubrimos que su belleza no es tan liviana, ni pasajera. No está hueca, sino que guarda dentro un fondo de admirable equilibrio. Esta combinación ponderada de encanto exterior y profundidad interior (no sobra ni falta una sola nota) es lo que hace que los Liebesliederwalzer te seduzcan una vez y desde entonces no hagan más que crecer en cuanto a la emoción que suscitan. Son piezas harto delicadas y sentidas, con un montón de recovecos armónicos donde perderse, de giros vocales que erizan la piel.


Neueliebesliederwalzer op.65
#15: Zum Schluss, sobre un texto de Goethe

Os invito a quedar deslumbrados por el brillo de estas pequeñas gemas, extraídas de la mejor cantera y talladas en el mejor taller. El resultado es de la más depurada exquisitez.




Addenda: Brahms completó su cuerpo de pequeños valses con otro cuaderno de 16 piezas escritas para piano a cuatro manos, sin voz, aunque con el mismo carácter que los liebesliederwalzer. Son también algo de lo más extraordinario que puede escucharse. No los dejéis pasar. 

lunes, 8 de octubre de 2012

Rodar por el mundo


Los que seguís más de cerca mi experiencia vital sabéis que por primera vez me he establecido por un tiempo fuera de España. Hasta ahora casi toda mi vivencia en el extranjero había adoptado la forma del tour recreativo. Sabéis también que no acostumbro a aguantar demasiado tiempo en el mismo lugar sin escaparme, aunque sea por breves periodos de tiempo y a lugares situados no necesariamente en lo remoto. Viajar es como todo en la vida, una vez que lo aprecias con un cierto nivel de profundidad no deja de abrirse el abanico de destinos que descubrir ni de incrementarse la sensación de que nunca se ha  llegado lo suficientemente lejos.

                               


En mi infancia temprana, apenas levantado solía dirigirme al salón de mi casa, donde se guardaba a mi alcance un enorme y detalladísimo mapa de carreteras de la Península Ibérica. Me fascinaba (me sigue fascinando) ver esa red jerárquica de líneas que adoptaban morfologías caprichosas, que divergían desde un punto para ir a encontrarse en otro, conectándolo todo. También sentía ávida curiosidad por los topónimos, con esos nombres que en ocasiones no habría inventado mejor el mejor literato, con sus tan diferentes tamaños, ocupando cada uno un lugar y no otro, con las distancias inamovibles que habría que recorrer si se quería alcanzarlos. Llegué a aprenderme el nombre de un enorme número de poblaciones y a saber situarlas en su correspondiente comunidad y provincia. Me gustaban esa clase de juegos. Pero el momento culminante de mi embeleso se producía cuando lo dibujado sobre el papel se traducía a la realidad: cuando contemplabas el aspecto real de las calles, las casas, las plazas, iglesias y monumentos de cada lugar (por entonces, cuando no abundaban las circunvalaciones); cuando de verdad recorrías aquellas carreteras y topabas con los accidentes del terreno que las hacían girar, descender y elevarse. Fue ya por entonces cuando descubrí lo confortable que me era la sensación del traslado, de los paisajes en movimiento, de las líneas en el asfalto que iban desapareciendo una tras otra engullidas por la delantera del coche pero no se agotaban. Tal era mi obsesión por las carreteras que acabé creyéndome la broma y estudiando para ingeniero.



  

Portada e interior del mapa que tantas veces abrí y diseccioné durante mi infancia


De niño tenía las cosas muy claras. Consideraba que había multitud de lugares que visitar en España y que no hacía falta salir fuera de sus lindes hasta haber cumplido 18 años, como si trasladarse más allá fuese un privilegio reservado a la mayoría de edad. Todo ello a pesar de que en mi mesa ya había un mapa mundi. Afortunadamente mis padres hicieron caso omiso de esta consideración y en 1996 pisé territorio francés. Estando allí me chocaron dos cosas: los coches tenían una matrícula distinta a las que conocía y la gente hablaba de forma extraña e incomprensible en la calle. Pero por lo demás no noté diferencia sustancial entre estar en España o estar fuera. No fue hasta 2001 cuando, siendo más que reconocida ya mi querencia por el viaje, subí por vez primera a un avión. Fue en Madrid, con dirección a Budapest. Y comencé a malacostumbrarme. Desde entonces, a excepción de 2003, he tenido la enorme suerte de visitar al menos un país nuevo cada año. Dice un amigo mío, aún más afortunado que yo en esto de cruzar fronteras, que el requisito para saberse buen viajero es haber pisado como mínimo tantos países como años se tienen. Toco madera, pero hasta ahora voy cumpliendo.








Un vistazo a mi mapa de viajes actual muestra que hasta ahora no me puedo quejar en cuanto a kilómetros a mis espaldas; pero también la enorme cantidad de espacios en blanco que quedan






Se habla mucho hoy en día de una pérdida de autenticidad a la hora de viajar. Hasta determinado punto esto es cierto. El mercado ha contaminado ya no sólo los lugares emblemáticos sino hasta los últimos confines, de forma que en todas partes nos asalta a cada paso un enjambre de inútiles souvenirs, muchos de los cuales además se hallan globalizados: da igual donde te halles, encontrarás otra vez ese bolso estampado una y mil veces con el nombre del lugar. Pero es el mismísimo bolso que también encontraste allí, allá y más allá. Y este ejemplo no es de los peores. Algunos nostálgicos sibaritas cargan contra las hordas de turistas que ahogan los lugares más típicos, mentando un pasado en que se podían pasear y admirar sin colas, empujones ni interferencias. Otros cargan contra los estrafalarios atuendos que nos gastamos cuando hacemos turismo, especialmente contra la chancla y el pantalón corto. Por molestas que sean, no tengo nada en contra de las hordas de visitantes. Tampoco lo tengo en contra de llevar pies y piernas al aire (algún día escribiré en enconada defensa de las bermudas como modelo estético). Si muchos disponen ahora de los medios para viajar, que viajen, que se muevan, que aprendan de lo que hay fuera porque no existe mejor escuela. Si el precio a pagar es atestar monumentos y rincones lo pagaremos.


Otra cosa es la actitud que demuestren los viajeros, y aquí sí que he de sumarme a toda protesta. La facilidad para el viaje ha provocado su pérdida de excepción, de forma que muchos lo utilizan como prolongación de la vida en su lugar de residencia, o incluso peor, para traspasar el límite de desmadre que no traspasan en su lugar de residencia. Cuando en el párrafo anterior hablaba de aprender de lo que hay fuera, me refería a mantener una actitud abierta y receptiva mientras se está en el otro lugar. Empaparse del lugar, inspeccionarlo, filtrarlo de forma que separemos todo aquello que presenta en común con los demás lugares del mundo globalizado de lo que conserva de propio. Y por supuesto, desconfiar del negocio del turismo. Como muchos no tienen ningún interés en aprovechar esto, pasan por el mundo buscando lo que pueden encontrar en su misma calle y dejándose tentar por toda clase de ofertas meramente empresariales. En este proceso de banalización del viaje juega un papel tristemente importante la tecnología. La fotografía y vídeo digital, en todas sus formas (buenas y malas cámaras, móviles, tablets y demás fauna), han hecho un daño mayúsculo al turismo. No me explico cómo algunos transitan las galerías de catedrales, palacios y museos observándolas por el ojo de su dispositivo, grabando algo que quizás ni siquiera vean una sola vez. En estos tiempos de Google Earth y Street View podemos acceder a detallados recorridos casi por donde queramos, qué necesidad tendremos de grabarlo nosotros, con ese tembleque propio de la cámara en mano. Si algo queda de auténtico en cada sitio es que sus atractivos reales sólo se encuentran allí. Mejor será palpar la realidad de esos sitios mientras nos encontremos en ellos de cuerpo presente.

Conste que soy el primero al que le gusta documentar de forma más o menos completa lo visitado, pero cada vez tiendo más a pensármelo dos veces antes de pulsar el disparador de la cámara. Prefiero no saturar innecesariamente mi tarjeta de almacenamiento con estampas repetitivas, inútiles o impostadas (“tire su foto desde aquí”). Si quiero aportar mi visión propia acerca del viaje, intento que sea de verdad propia.




La proliferación de toda clase de dispositivos de captura
de imágenes da lugar a toda clase de situaciones tan curiosas 
como lamentables




Al principio mis periplos fueron de tipo organizado y familiar. Por suerte, mis allegados sabían aprovechar las ofertas valiosas y prescindir de las que eran simple sacacuartos. Buscábamos aquellos itinerarios donde abundara el tiempo libre y nos llevaran cómodamente de un sitio a otro. En los últimos años he planteado mis viajes de forma diferente. No me preocupa tanto patearlo todo sino paladear lo pateado. A esto ha contribuido el gozar de amistades diseminadas por los 5 continentes. Ir a visitar a alguien que vive en un lugar añade al viaje una especie de cotidianeidad que lo dota de nuevo encanto. Pareces adentrarte algo más en la vida habitual del lugar, por breve que sea tu tiempo de estancia, aunque sólo sea por el hecho de dormir en una casa y no en un establecimiento hotelero. Llega un momento en que descubres que visitar un sitio ha de ser mucho más que acercarse a sus emblemas turísticos. Las luces, los cafés, los mercados, las gentes, los aromas, todo es igualmente estimulante. Percatarse de esto y valorarlo multiplica el efecto transformador del viaje.

                                   

                                        A veces el alma verdadera de un viaje se concentra en los pequeños detalles.
                                                                                                (Foto de mi autoría)


Ahora me toca experimentar de primera mano la vivencia prolongada en un país extranjero, otra forma de viaje. Quién sabe cuál será mi evolución a partir de este punto. En el mundo de hoy, donde casi todos se mueven, saltando continuamente, donde puedes conocer y tratar a toda clase de individuos de dispar procedencia en lugares igualmente dispares, es delicioso comprobar cómo se derriten las connotaciones de la palabra extranjero. Sin necesidad de poner demasiado de tu parte puedes llegar a sentirte acogido en cualquier rincón donde te establezcas, desenvolverte entre la gente que como tú ha ido a parar allí, considerarte y que te consideren entre iguales. Hoy más que nunca es estúpido no abogar por el cosmopolitismo. Tenemos el mundo entero a nuestra disposición. Vayamos a por él. 


(foto de autoría propia)