sábado, 14 de julio de 2012

Por qué me gustan los Juegos Olímpicos


Más de dos meses han pasado desde que el dromedario diera por última vez señales de vida. Meses en que asuntos académicos lo han mantenido silencioso e inactivo. Ahora, para retomar su lúcido proyecto, cree oportuno introducir en él temas nuevos, y aprovecha la coyuntura preolímpica que vivimos estos días para lanzarse a publicar una entrada deportiva, algo tan de moda en los nuevos blogs y publicaciones culturales.
Mi historia con el deporte ha sido hasta hace no mucho la de un manifiesto desprecio, basado en dos evidencias: a) no despertaba en mí clase alguna de interés. b) gustaba a todo el mundo hasta el nivel de lo imprescindible, y no sólo eso, todo el mundo parecía necesariamente obligado a hablar sobre él. Esto hizo que tratarlo con desdén pareciese la opción más lógica para marcar la diferencia y, reconozcámoslo, sentirse un punto por encima de todas esas hordas adoradoras de la competición física.
Menos mal que el tiempo me ha enseñado a valorarlo en su justa medida. La forma de vivir el deporte que tienen determinadas personas que he conocido últimamente (concienzuda, más emocional que fanática), así como la admirable eclosión española de talentos, han hecho que hoy día, si bien no soy seguidor habitual de ninguna disciplina (a excepción del tenis), pueda sentarme a disfrutar de un evento deportivo por apetencia propia, sin pensar que puedo tener mejores cosas que hacer.
 
Durante muchos años (no han sido pocos), sólo ha habido un acontecimiento que esperaba con ilusión y devoraba con notables ganas: el Acontecimiento por excelencia, los mismísimos Juegos Olímpicos. 




Su genuino carácter excepcional entre todas las competiciones del mundo puede que fuera la razón última (única, probablemente) por la que se ganaron mi admiración. Dejando de lado cosas que siempre me fueron atractivas (su procedencia, del mito casi; su sino aglutinante, unificador y cosmopolita), al final seguía los Juegos porque no había (hay) mayor placer que el levantarse en la mañana de los interminables días veraniegos de vacaciones (entonces lo eran) y encender el televisor para descubrirte a ti mismo siguiendo con interés competiciones de tiro con arco, esgrima o taekwondo, protagonizadas por tipos procedentes de Malasia, Antigua y Barbuda o Turkmenistán. Se aprendía (se aprende) mucho del mundo viendo los Juegos. Pasar de ver el volleyball a los saltos de trampolín, del lanzamiento de disco a la gimnasia rítmica garantizaba variado entretenimiento para toda la jornada, con el añadido de saber además que (en la época anterior a internet y a la TDT) no volverías a poder ver ninguna de esas cosas durante 4 largos años en que toda la programación deportiva consistiría en fútbol, fútbol y fútbol (al respecto de la periodicidad de los Juegos, me gusta pensar en su coincidencia con los años bisiestos). También, en la época pre-internet, estaba la emoción de abrir el periódico o poner las noticias para ver si España había arañado algo en el medallero, ver cómo nos adelantaban países exóticos (Jamaica, Etiopía) habiendo cosechado menor número de metales, pero de mejor calidad, ver qué otros peleaban por acabar situados en el Top 10. Misma emoción que se puede sentir hoy actualizando internet cada segundo, si no puede seguirse lo que pasa en directo.
A todo ello hay que sumarle los fastos, esas ceremonias de apertura y clausura que sólo ocurren una vez, donde miles de mentes creadoras y voluntarios se aúnan para deslumbrar al mundo entero. Incluso el desfile de atletas, ése que muchos consideran un peñazo, me resulta a mí sumamente emocionante, al ver cómo un estadio entero se llena de banderas, colores, luz; donde por unas horas conviven en un mismo espacio personas de casi todos los países del mundo sin mayor pretensión que la de demostrar conjunta alegría, belleza, armonía. 

El inolvidable espectáculo naval en la ceremonia de apertura de Barcelona 92



Por supuesto, a día de hoy no se me escapa que la olimpiada tiene otra cara mucho menos amable. Para empezar, no representa nada diferente para muchos de los propios deportistas, quienes cobran más en otras competiciones propias de sus disciplinas y para quienes puede llegar a resultar incluso un incómodo modificador de los calendarios de la temporada. Para continuar, llevan aparejada detrás toda una maquinaria de intereses político-económicos que más que desvirtuar su esencia directamente se la tragan. 

Recuerdo estar visitando Atenas con mi familia en agosto de 2004, una semana antes del comienzo de los Juegos. Preguntándonos qué sería un edificio que no identificábamos en el plano, un lugareño se acercó a aclarárnoslo, en perfecto español (hablaba 16 lenguas aquel tipo). Acabamos conversando con él cerca de una hora, en la cual tuvo tiempo suficiente para demostrarnos su profunda indignación con el hecho de que Grecia se metiera en semejante fregado. El hombre afirmaba que el país gestionaría tan mal el endeudamiento de los Juegos que acabaría encaminándose a la debacle. En aquel momento lo consideramos algo exagerado, sobre todo observando lo bien que lucía una ciudad donde cada día se producían sorprendentes mejoras debido al evento. Ocho años después, parece que aún se quedó corto. 

Miedo da pensar en qué hubiese pasado si en julio de 2005 Madrid hubiese resultado elegida como sede para este año, en que ahogados por Europa, el paro, los mercados y sobre todo por nuestros paupérrimos políticos, para albergar la competición hubiésemos tenido que aparentar un esplendor del que todos saben que carecemos. Casi más preocupante es ver cómo la Comunidad de Madrid sigue gastando innumerables sumas de dinero en intentarlo por tercera vez, ahora que sube sus tasas indiscriminadamente a la vez que rebana salarios y despide a todo tipo de trabajadores. 

Mucho se puede decir también acerca del gran número de infraestructuras que quedan abandonadas e inutilizadas después de los Juegos (pabellones, hoteles, vías…), motivo para que muchos consideren el evento como un despilfarro oportunista más (con su máximo exponente en las costosísimas ceremonias de apertura y clausura, pasto ideal para que los dirigentes de turno muestren su más falsa sonrisa). Por no hablar de las tensiones políticas que siguen latentes pero maquilladas durante su celebración. Algo que se aprovechó, por ejemplo, para denunciar la falta de libertad de prensa en Pekín. Retrocediendo mucho más atrás en el tiempo, ya hay poco más que decir de la ausencia estadounidense en Moscú 1980, de los atentados de Múnich 1972, de Berlín 1936. 

Incluso de una edición tan tristemente ligada a su contexto histórico
como la de Berlín 1936 pueden extraerse imágenes de una espléndida belleza

La Historia nos dice que en la Antigua Grecia, durante el tiempo en que duraban los Juegos, todas las polis participaban de una tregua olímpica, esos días no existía la guerra, no existía la política. Sea esto verdad o no, lo cierto es que representa el ideal mismo de los Juegos, el mismo que los hace partícipes de esa clase de milagros que la Humanidad es capaz de generar en contadas ocasiones para beneficio común. Que haya quienes aprovechen para meter la zarpa y sacar tajada es consecuencia natural derivada de tener que organizar algo de tal magnitud. En todas partes cuecen habas. 

Pero por encima de eso, quiero seguir creyendo en la idea que de las olimpiadas nos legaron la Antigua Grecia y el Barón de Coubertin, quiero seguir pensando que los Juegos Olímpicos son un motivo de excepción para que por un par de semanas cambie nuestro espíritu de relación con el resto del mundo y vibremos por medio del deporte, de la realización del sufrido trabajo de entrenamiento por parte de unos atletas que sólo buscan la superación de todo, por mucho que sepamos que la antorcha (ese precioso símbolo) no volverá a dar fuego hasta que transcurran otros 4 veranos. 
 

Como casi siempre, dejo un pequeño obsequio para todos. Este montaje de Atenas 2004, con la canción de Death Cab for Cutie "Transatlaticism", es una completa maravilla.

http://www.youtube.com/watch?v=MYjNqVC2l0c